viernes, 6 de mayo de 2016

La Caballería en el Siglo XXI

“…Te saludo Virgen María, que has derrotado al mal, esposa del Altísimo y madre del más dulce cordero. Reina eres de los cielos, Salvadora de la Tierra; los hombres suspiran por Ti y los malvados te temen.”
“…Tú eres la ventana, la puerta y el velo, el patio y la casa, el templo, la tierra, lirio por Tu virginidad y rosa por Tu martirio.”
“Tú eres el huerto cerrado, la fuente del jardín que lava a los mancillados, purifica a los corrompidos y da vida a los muertos...”
“…Tú eres la dueña de los tiempos, la esperanza, después de Dios, de todos los siglos, pabellón de reposo del rey y asiento de la divinidad.”
“…Tú eres la estrella que brilla en el oriente y disipa en el occidente las tinieblas, la aurora que anuncia el sol y el día que ignora la noche…”

“…Tu que has engendrado al que no engendra, confiada como madre que ha cumplido su misión, reconcilia al hombre con Dios. Ruega, Madre, al Dios que diste a luz, para que nos absuelva y, después de perdonarnos, nos confiera la gracia y la gloria. Amen…”

Plegaria de un escudero, la noche de vigilia, previa a ser armado caballero
Anónimo, siglo XI

                  Difícil imaginar a un adolescente de diecisiete años, en el siglo XXI, rezar esta plegaría en la penumbra de una iglesia, iluminado apenas por un pábilo, frente a un altar desnudo, acompañado de su padrino. Lejano a nuestra cultura ha quedado el ritual de la “vela de armas”, en la que hombre dejaba atrás, definitivamente, el mundo de los niños para asumir su papel y su destino frente a Dios, su Iglesia y la comarca sobre la que tendría responsabilidad sobre vidas y bienes.

                Pero este ritual era muy común en el siglo XII. Frente al escudero se colocaba su espada, aquella que lo acompañaría el resto de su vida, para la salvación o la condenación de su alma. Su alma y su espada serían reflejo una de la otra. Si el alma era pura la espada se empuñaría con pureza en una causa justa. Si el alma era impura el acero se volvería negro, dominado por las tinieblas de la ambición y el orgullo.

                El siglo XII era un mundo de blancos y negros, sin demasiado lugar para tantos matices. La duda era una pesada carga que los espíritus evitaban a toda costa. Resultaba casi inhumano darle lugar a la angustia existencial en un entorno donde todo era rudo, tanto para el siervo que a duras penas cosechaba su siembra, como para el castellano que debía proteger su terruño, y con él a sus gentes con sus huertos y pastoreos y también a su propio Señor. En la pirámide feudal todo era un equilibrio en constante riesgo. Un universo tan inestable necesitaba reglas certeras, firmes, permanentes.

             Es cierto que la caballería puede vislumbrar antecedentes en el mundo clásico, especialmente en Roma. Pero fue en la Edad Media, y en particular en el siglo XII donde encontró sus modelos más perfectos y alcanzó la cumbre de la aspiración virtuosa. Fue un largo proceso surgido de la necesidad de encontrar un orden justo, en armonía con la fe que ocupaba todos los espacios de la sociedad. Un devenir de transformación en transformación, producto del pensamiento colectivo de señores y clérigos, reyes y abades, que perseguían el sueño de recuperar Jerusalén, perdida a mano de los paganos en el siglo VII. Pero, a su vez, se trataba de la búsqueda de la propia Jerusalén, una que existía en la conciencia profunda de cada cristiano y que encarnaba la esperanza de la vida eterna, el sentido escatológico de la tragedia humana.

             Eran tiempos difíciles, ciertamente. Pero en términos de fe corrían con cierta ventaja respecto de nosotros. Los ideales estaban atados a esa fe; y a ningún padre le faltaba el coraje para educar a sus hijos en el amor y en el temor a Dios, enseñando la prudencia antes que la liviandad; la humildad antes que la ostentación; el respeto al anciano y a las mujeres antes que la vaguedad irresponsable que conduce a nuestra sociedad a la deriva. Se veneraba a los héroes y más aún a los que habían muerto por sostener los juramentos de la caballería. Los niños sabían que sus días de juegos estaban contados y serían escasos. Que la vida no era un paseo gratuito y prolongado sino uno corto en el que cada jornada sería examinada en el final, cuando cada quien fuese sometido al juicio en las puertas del cielo.

                La libertad era un bien amado al que sólo unos pocos se les otorgaba como gracia. Aún así nadie era verdaderamente libre, porque la conciencia pesaba tanto como el contexto. Era un mundo en donde el corrupto, el traidor, el malviviente y el cruel no podían mimetizarse tan fácilmente como ocurre en nuestro mundo pleno de anonimato. Quien era libre sentía una gratitud de tal magnitud frente a la Providencia que, cuando un caballero renunciaba a ella para vestir el hábito de monje se producía a su alrededor un silencio reverencial, como si hubiese nacido un santo. Aquél que teniendo el don de la libertad renunciaba a ella para someterse a una Regla en donde el único destino era la pobreza, la abstinencia y la obediencia en eterna observancia del servicio a Dios, era sin dudas de los más valientes entre los hombres. Así lo narran las crónicas y así lo atestiguan miles de nombres de grandes guerreros enterrados en los camposantos de las abadías de toda Europa.



                En el siglo XII -en el que dos frentes de batalla se libraban contra los sarracenos, en España y en el Levante- surgió con potencia inusitada el deseo de reunir ambos órdenes, el de la caballería y el de la vida monástica, y nació un  nuevo tipo de caballero, mitad guerrero mitad monje. La caballería ocupó entonces la cúspide del modelo cristiano. Estas órdenes monástico militares amalgamaron, en un solo corpus, el humus de muchas tradiciones forjadas entre Finisterre y las estepas del Este. Desde tiempos romanos, invasión tras invasión, los bárbaros habían moldeado el sincretismo entre las tradiciones de Roma –a las que no querían renunciar sino abrazar- y las propias, que terminarían enriqueciendo a las viejas instituciones del antiguo Imperio.

                De todos los libros que se han escrito sobre la caballería hay uno que destaca, tanto por su originalidad como por el rumbo que traza. Lo debemos a la pluma de Ramón Llull (1235-1315), teólogo, filósofo y místico catalán, publicado en 1276 con el nombre “Libro de la Orden de Caballería”. Se cree que fue escrito para un escudero que debía ser armado caballero. Su lectura es materia obligatoria para todo aquél que pretenda comprender esta condición; permítaseme citar cuatro párrafos de su Primera Parte titulada “Del Principio de la Caballería”

“…Faltó en el mundo la caridad, lealtad, justicia, y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el Pueblo de Dios, que fue creado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirvieren y temiesen a Dios. Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por haberse opacado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser honrara la justicia: por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo de mejor trato y crianza que todos los demás…”

“…Se buscó también entre las bestias la más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo, y que conviene más al servicio del hombre; y porque el caballo es el bruto más noble y más apto para servirle, por esto fue escogido, y dado a aquel hombre que entre mil fue escogido; y este es el motivo por el que aquel hombre se llama caballero…”
“…Habiéndose destinado para el hombre más noble el bruto más generoso, convino que entre todas las armas  se escogiesen y tomasen las que son más nobles y conducentes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte; y estas son las que se apropiaron al caballero…”

“…Al que quiere entrar en la Orden de la Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de la Caballería; y es menester que la nobleza de su corazón y buena crianza lo haga concordar y avenir con el principio de la Caballería, porque si no lo hace así, es contrario al Orden de Caballería y sus principios; por esto no conviene que la Orden de Caballería admita en la participación de sus honras a los que la son enemigos, contrarios a sus principios…”

Ramón Llull describe en su libro al oficio del caballero, cómo debe ser examinado el escudero que será armado caballero, al modo en el que debe ser recibido en la caballería, a la significación de las armas y de sus costumbres. Finalmente habla de la honra que se debe hacer al caballero. Afirma Llul que así como un Príncipe o Rey o Señor de un Estado no puede serlo sin haber sido armado caballero, por esa misma razón le debe respeto y honra al caballero, pues es a quien, en definitiva, tendrá a su lado en el campo de batalla.  

Pero, en estos primeros párrafos, encontramos la justificación del caballero: el mundo que ha engendrado la injusticia, la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad y necesita de hombres que reparen ese desorden, poniendo en juego todo lo que sea necesario. ¿No es acaso la descripción del mundo que nos rodea? El escudero recitaba la divida de la Orden de Caballería: Mi alma a Dios, mi vida al rey, mi corazón a mi dama, mi honor a mí. Pero todo se resumía en el honor, que dependía de mantener vivo el oficio de caballero, y ejercerlo.

El siglo XXI adolece de todas las faltas de las que se lamenta Llull, y que dieron lugar a la creación de la Orden de la Caballería; pero a diferencia del siglo XII, en este siglo son muy pocas las personas que pueden asumir este compromiso. El honor es relativo, entonces todo se ha vuelto mucho peor, pues el alma está en interdicto, la vida se reserva para el único y propio beneficio, el corazón ha cedido el amor a la simplicidad del vínculo frágil, efímero, y a nadie importa qué significa exactamente la honorabilidad.

Es justamente por esta carencia, que la Orden de la Caballería ha perdurado, aún en una mínima y desapercibida existencia, y comienza a sacudirse del profundo letargo al que había quedado relegada en los últimos dos siglos. Nos toca vivir en un mundo donde los valores de la fe, el honor y la justicia se guardan en la intimidad por temor a desentonar con los tiempos. La cultura se convierte en multicultura, es decir, en todas y ninguna. La vaguedad de conceptos en cuanto a temas sensibles como “familia”, “religión”, “tradición” y “deber” son inmediatamente sospechados de ideologismos vinculados con el oscurantismo, la segregación, la discriminación y el ataque a la libertad de conciencia.

Durante décadas, especialmente luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, Occidente vio crecer un movimiento libertario que vino a poner en la picota a todos estos valores que conformaban la sociedad construida durante siglos. El mayo francés, el existencialismo, el deconstructivismo y el relativismo como conjunto del abandono radical del modelo cristiano nos ha dejado un vació de valores tan extremo que nos lleva a una sociedad al borde de su extinción cultural. Bernadr Tschumi –se dice que es uno de los arquitectos que mejor ha interpretado a la filosofía decontructivista de Jaques Derrida- afirma que La forma no sigue más a la función. Si la respectiva contaminación de todas las categorías, las constantes substituciones y confusiones de géneros son las nuevas directivas de nuestra época, lo mejor sería tomarlas en nuestro provecho.[1]
Si Tschumi está en lo cierto (me asombra su frase “las iglesias se convierten en discotecas”), ya no deberían existir pilares, ni principios, ni siquiera cimientos, porque cualquier cosa puede ser sustituida por otra. Sin embargo, la experimentación intelectual está lejos de representar al grueso de una sociedad confundida.
En la medida en que tomemos conciencia de esta confusión entenderemos que el rol de la Caballería en el Siglo XXI sigue siendo el mismo que en el siglo XII, con la sola diferencia de que no tiene el monopolio de las armas, que han pasado a manos de los Estados Nacionales. La Caballería sigue representando la búsqueda de todo aquello que Ramón Llull expresaba cuando, al principio de su libro describe como la crisis de ausencia de valores que dio sentido a la existencia del Caballero



[1] Broadbent,Deconstruction, a student guide., p. 67

Thomas Edward Lawrence, el último templario

Aguafuerte sobre mis días en Jordania. Notas sobre el desierto de Wadi Rum y algo sobre la obra de Lawrence de Arabia.

Siendo aún muy joven –un hombre incompleto– llegó a mis manos un ejemplar de La Rebelión de los Arabes, de Thomas Edward Lawrence. Fue un obsequio de una compañera de clases de árabe, con la que compartíamos, allá por 1983, las clases de Irfam que nos daba el sheik Mahmud Husain en el Centro Islámico de la calle Rojas.

Era mi segundo intento con el idioma del Profeta, al cual había arremetido por primera vez a la edad temprana de diecisiete años, fascinado por la tierra en la que se conjugaban la sangre y la palabra como en ninguna otra. Pero como he dicho, cuando leí por primera vez a Lawrence, era todavía un muchacho pretencioso, más atento a mis hormonas que a mis neuronas.


Thomas Edward Lawrence

La obra era un resumen de las acciones militares llevadas a cabo en Medio Oriente durante la primera guerra mundial. Se centra en el nacimiento del movimiento nacionalista árabe en el que Faisal y otros jerifes, con la debida ayuda británica, había derrotado a los turcos que, durante siglos fueron los feroces tiranos y verdugos de aquella región del mundo.

Fue recién en 2012 que mi amigo Daniel Echeverría -autor de La masonería y el camino hacia el centro- me regaló la bella edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría, publicada por Libertarias y prologada por Jorge Arana –maestro del exordio, un arte a veces desvalorado, que merece leerse como si fuese una obra aparte .

Es decir que debo mis conocimientos de la obra de Lawrence a dos amigos en actos separados por treinta años, hecha la salvedad de que en ese largo interregno no pude abstraerme a su libro sobre la influencia de las Cruzadas en la arquitectura militar europea, obra que comentaremos otro día y que es ajena al motivo de este artículo.

A diferencia de La Rebelión de los ArabesLos Siete Pilares me encontraron sosegado y reflexivo en la plenitud de mi pasión por Medio Oriente, y sus páginas se revelaron como un sistema capaz de ordenar numerosos cabos sueltos que se habían acumulado en mi memoria con el correr de los años.

Pero como soy un hombre que cree que nada está librado al azar en este mundo, y que Dios prepara el camino para la felicidad y la desgracia, no pude menos que preguntarme entonces por qué mi amigo Daniel me hacía llegar ese libro el día de mi cumpleaños número 54.

Encontré la respuesta en la mañana del 22 de noviembre de 2014. Había llegado al desierto del Wadi Rum –como parte del contigente de la Fundación TESA– desde el norte, descendiendo de Amán hacia las aguas azules del Golfo de Aqaba, por los antiguos reinos bíblicos de Adom, Moab y Edom siguiendo la ruta de los nabateos que atraviesa Petra, la ciudad de los muertos. Todavía se sentía el frío cuando entramos en el parking del Centro de Visitas, enclavado en una planicie de arenisca y granito, conformado por un cuadrilongo de galerías con comercios que venden fruslerías y en donde hay instalaciones sanitarias para los turistas. 

Hacía cuatro días que vivíamos bajo el cielo increíblemente celeste de Jordania. Íbamos hacia el sur con el desierto infinito a la izquierda y las moles de basalto y granito que conforman la cadena montañosa que marca la frontera occidental del país de Abdulla a la derecha.

Al llegar a Wadi Rum, frente a nosotros, dominando el horizonte del centro de turismo, vi una brutal formación rocosa que se eleva sobre la arena roja a modo de inmensas columnas agrupadas en un macizo de belleza inigualable. El guía que nos acompañaba en ese tramo del viaje –un colombiano hijo de palestinos, si mal no recuerdo– se me acercó y susurró mirando a la montaña: Allí lo tienes; Los Siete Pilares de la Sabiduría.


Los Siete Pilares de la Sabiduría, en el desierto de Wadi Rum

Después supe que esa singular montaña había sido bautizada con el título del libro de Lawrence, en su honor, recién en 1980. Wadi Rum se encuentra en la ruta que siguió durante la rebelión de los árabes, que llevaría a Faisal y al propio Lawrence a liberar Damasco. Si hasta ese momento Jordania había provocado en mi espíritu una sensación inesperada, esa mañana mi cerebro se actualizó con infinidad de imágenes y metáforas del libro que me había regalado mi amigo Daniel y que ahora convertía a ese desierto en un lugar reverenciado. Lo que teníamos por delante era la ruta de Lawrence.

La corta experiencia en el desierto jordano me obligó a cambiar la perspectiva de muchas de mis más arraigadas convicciones. Siguiendo hacia el sur, más allá de Aqaba, atravesando el Hedjaz, se encuentra Medina, y un poco más al sur La Meca. Veníamos del norte, en donde habíamos visto ponerse el sol tras el Monte Nebo, en el lugar en donde descansan los restos de Moisés. Nos dirigíamos al sur para cruzar hacia el desierto del Neguev, y retomar el rumbo norte camino a Jerusalén.

El desierto había sido nuestra casa durante unos pocos días. Un desierto del que habían surgido las tres religiones que han moldeado la mitad del mundo. Desde el Caucaso hasta los Andes. 

Recordé muchas cosas que algún día escribiré, pero que esta mañana, calamo currente, me brotan del corazón. La primera de ellas tiene que ver con el propio Lawrence y su epopeya. Con Faisal, Abdulla, Alí y los jerifes de la revuelta de los árabes. Se trataba entonces de una guerra librada en nombre del nacionalismo árabe, del cual Abdelkader al-Husayni podría considerarse también un buen ejemplo.

¿Qué hubieran hecho estos hombres con los salafistas? ¿Qué lugar tenía la yihad en tiempos de Faisal? ¿Cómo hubiesen reaccionado los hijos del jerife de La Meca en tiempos de la rebelión árabe contra los turcos ante la sola mención de una guerra santa? Hubiese bastado una seña hecha por Faisal para que el sedicioso fuese fusilado sin más, y olvidado en las estribaciones del Hedjaz, o en la arena roja del Wadi Rum.

La lógica de los árabes, hartos de la opresión turca, era que si los cristianos podían matarse entre ellos, como lo hacían los británicos con los alemanes, bien podían los musulmanes matarse en aras de la libertad y librarse de la crueldad sofisticada de los otomanos. Dios nada tenía que ver con esta guerra. Algo sucedió luego en el corazón de los árabes; algo emponzoñó el alma de los beduinos que olvidaron el espíritu de Faisal y se abrazaron en el odio a todo lo que circunvala su desierto.

Recordé también a Huston Smith y su desesperación, que podía verse en cada programa de su ciclo en la televisión pública norteamericana cuando trataba de explicar que del otro lado de la vasta y dilatada frontera de occidente sólo había un vecino: los árabes. Y que nuestro desconocimiento de su cultura era un hecho exasperante. ¿Cómo íbamos a convivir con vecinos cuya cabeza era para nosotros un misterio profundo? Eso yo lo había comprendido de muy joven, pasando las tardes entre drusos que se acaloraban contando las hazañas de sus padres, que habían combatido en las filas del Beshe Latra contra la policía kurda de los turcos.

Recordé también a Panikkar. ¿Cómo no hacerlo? Vivió tratando de explicar que la dificultad que traza un abismo entre Occidente y el Islam no es otra cosa que la pretensión de universalidad que surca ambas mentalidades y las marca con un sesgo de exclusión indeleble. “Si soy monoteísta no tengo que ser necesariamente fanático; en efecto, en este caso no soy yo quien conoce todas las cosas, aunque crea que hay un Dios que las conoce…” Pero la aproximación cultural, puesta en la mesa de las discusiones es una actitud peligrosa y revolucionaria porque “… toca a lo más profundo que ha fundado toda una civilización…”

Todas estas reflexiones se amontonaban en mi cabeza mientras las camionetas 4 x 4 nos adentraban en las gargantas graníticas del Wadi Rum y su arena roja para llevarnos hasta los caravaneros. Parábamos en los campamentos beduinos en los que nos ofrecían te en medio de una soledad abrumadora. Nos contaban sus desgracias: Desde que el Estado Islámico se había enseñoreado de los desiertos de Siria ya casi no venían turistas y el comercio languidecía. El idioma hacía que me desenvolviera con mucha dificultad; pero recuerdo un pequeño diálogo en Petra con un comerciante de mirra que hablaba un inglés tan malo como el mío. Deprimido por la ausencia de extranjeros y por la guerra cercana me dijo. ¿Qué cree usted Señor que yo quiero? No lo sé, respondí. Me miró entonces con sus ojos amarillentos y me dijo que él sólo quería comerciar, alimentar a su familia, vivir en paz y que nadie con barba le llenara la cabeza a sus hijos. Así de simple. Esa noche en Petra entendí que no era tal el abismo que nos separaba de los árabes. 

No podía dejar de asociar al desierto que nos rodeaba con esa diferencia que señala Lawrence en algún lugar de su libro: "El cristiano busca a Dios en lo profundo de su corazón. El árabe se siente en el corazón de Dios". Tampoco pude evitar el recuerdo de otro libro que cambió el eje de mi  mirada sobre Medio Oriente. Se trata de un ensayo de Peter Brown, El Primer Milenio de la Cristiandad Occidental. Comienza su narración describiendo la vida de un monje cristiano sirio del siglo II. Un hombre que vivía en el mismo ombligo del mundo, a pocos kilómetros de Damasco, de La Meca, de Jerusalén. ¿No era acaso ese el centro y el punto de partida de nuestra cultura? ¿No deberíamos partir de allí para entender lo que nos une y lo que nos separa?

Estos y muchos otros pensamientos me acompañaron en esos días pasados en Jordania. Y volví con un profundo vació. ¿Qué había hecho yo, realmente, para comprender la raíz de esta guerra que nos engulle como un monstruo mitológico? ¿Qué había hecho más que advertir –como Huston Smith– una y otra vez que el fundamentalismo nos lleva al desastre? Y la eterna pregunta: ¿Qué quiere Dios de mi?

A mi regreso tomé la edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría y comencé a releer, lentamente, sus ochocientas páginas. Ahora podía entender a Thomas Edward Laurence. Y finalmente sabía por qué mi amigo Daniel me había regalado ese libro.

Dice Lawrence que …todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñadores diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible… Siempre me consideré entre los de esta última clase.

En su magnífica introducción, Jorge Arana describe a Lawrence como cristiano entre árabes; árabe entre cristianos. Y hace una asociación con los templarios. De hecho lo define como el último templario. Resulta curioso que en esos mismos desiertos en los que reina el corazón de Arabia, hayan quedado de pié las más grandes fortalezas del Temple. Kerak se yergue majestuoso a pocos kilómetros del Mar Muerto, en pleno desierto jordano. Al pie de sus murallas se libraron épicas batallas durante las cruzadas. En sus mazmorras los árabes sufrieron a sus carceleros turcos. En tiempos de Lawrence fue testigo del paso de las tropas de Faisal –un verdadero caballero árabe– en su avance hacia Damasco, en donde se convertiría en rey de Irak al finalizar el mandato británico en 1932. Años más tarde Abd Allah, ibn Huseyn, hijo de Hussein ibn Alí, jerife de La Meca, se convertiría en rey de Jordania.

Hoy Irak es un estiercolero en el que se asesinan chiitas persas, peshmergas del Kurdistan y salafistas alienados, todo ellos azuzados por las potencias de la región. Me rompería el corazón ver a Jordania siguiendo el calvario de sirios e iraquíes. Pero los jordanos son pragmáticos. Antes de que partieramos al desierto, en Amman, Faisal Al Rfouh, ex Ministro de Cultura y Profesor de la Universidad de Jordania había sido categórico respecto a la supervivencia del reino Hachemita: "Los israelies saben que sin Jordania tendrían a los tanques iraníes en su frontera. Y nosotros sabemos que sin Israel no tardaríamos en desaparecer..." Por un momento imaginé que en esa mesa, en el rectorado de la Universidad de Jordania, los hombres de Faisal discutían con Lawrence el apoyo británico a la rebelión, sabiendo que ambos se necesitaban en una simetría perfecta. 

La era del nacionalismo árabe agoniza, al igual que agoniza el mundo de Lawrence y el de los hombres que sueñan despiertos. Pero tal vez valga la pena una última carga de la caballería, para recordar al mundo que hubo otras guerras mejores, o si se quiere, más honrosas. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

Breve ensayo sobre la tradición caballeresca en la francmasonería


En la actualidad hay varios ritos masónicos que reclaman una herencia caballeresca. En algunos no sólo está presente sino que ha sido resguardada durante los últimos tres siglos. En otros esta tradición fue trastocada y adaptada, primero por la influencia de la Ilustración y luego por las corrientes republicanas, mutando en la medida que la masonería acompañaba a los procesos políticos que vivía la sociedad. Pero esa adaptación no ha podido quitar todos los elementos propios del imaginario caballeresco, pues de hacerlo, estos ritos habrían perdido todo su sentido. 
Esta cohabitación de una masonería con símbolos y leyendas propias del Antiguo Régimen con otra que nació, justamente, como consecuencia del colapso de las monarquías absolutas y de la hegemonía de la Iglesia católica, provoca no pocas contradicciones y resulta muy compleja de comprender si se la analiza en forma superficial.  




1. – La caballería masónica 

Existen diversos sistemas masónicos que poseen, dentro de sus estructuras, Órdenes de Caballería; es decir, que los estamentos caballerescos están integrados y forman parte de la escala de grados del Rito o Régimen. En estos casos, los grados caballerescos se encuentran en la cima de la escala y gobiernan sobre los grados inferiores. Estas órdenes son, en su mayoría, herederas de la Orden de la Estricta Observancia Templaria, que fue influida y forjada a partir de la acción directa de la masonería escocesa estuardista. El Régimen Escocés Rectificado es heredero directo de esta Orden.  

Otros Ritos han tenido la misma influencia pero con consecuencias y derroteros distintos, como el Rito Escocés Antiguo y Aceptado, al cual dedicamos un Apéndice de este libro. Pero en este caso no se trata de una Orden de Caballería, sino de Grados que guardan un resabio de las mismas. Se podría decir que el REAA -el más poderoso y numeroso de los sistemas masónicos en la actualidad-, conserva buena parte de la herencia escocesa.  

Por último, cabe mencionar a la Orden Templaria masónica bajo jurisdicción británica. Su actual organización data de principios del siglo XIX, siendo la más numerosa y difundida de las ordenes masónico-caballerescas.  Se denomina “The United, Religious, Military and Masonic Orders of the Temple and of Saint John of Jerusalem, Palestine, Rhodes and Malta of England and Wales. Sin embargo su estructura es independiente y queda despegada de la masonería simbólica inglesa. Como ente autónomo, su acceso está restringido a masones cristianos. Aunque se la considera un “Grado Colateral” su posición es claramente superior, pues para acceder a ella hay que poseer el Grado de Maestro Masón y el de Compañero Real Arco. Su Patrono es la reina Isabel II, quien ha sabido vestir el hábito de la Orden. Esta organización mantiene actualmente hospitales de ojos en Jerusalén y en Gaza, donde se han atendido a numerosas víctimas del conflicto en Medio Oriente.  

Como dato adicional diremos que en 1917 el general británico Edmund Allemby entró en Jerusalén al frente de una división del ejército británico luego de vencer a las tropas turco-otomanas, convirtiéndose en el primer Knight Templar que la pisaba en siglos. Desde 1224 ningún ejército cristiano había vuelto a la Ciudad Santa. Este acontecimiento fue celebrado en Londres, según relata John Robinson, con una ceremonia de los barristers, que es el nombre con el que se identifica a los abogados que trabajan en la zona de Temple Bar, cuya sede es la antigua iglesia templaria, situada entre Fleet Street y el río Támesis.  

Robinson afirma que los barristers marcharon en procesión a la iglesia circular de los templarios y colocaron la corona de laurel de la victoria sobre las efigies de los caballeros, para transmitirle un mensaje sin palabras: No estáis olvidados…” Quien recorre los rincones de Jerusalén, suele encontrarse con un monumento erigido por esta Orden Templaria británica.  

Aunque dejaremos la cuestión de la masonería en Medio Oriente para un volumen futuro, es preciso mencionar que la masonería británica tuvo fuerte influencia en ese enclave estratégico desde épocas tempranas, contribuyendo, junto con la masonería francesa, a establecer una avanzada occidental que, en su momento, dio por resultado sendas democracias.  

Pero como se verá, el eje en el cual se concentra la influencia caballeresca escocesa en la francmasonería, es la mencionada Orden de la Estricta Observancia Templaria, creada por el barón von Hund. Su historia personal, y la de su Orden, están teñidas por el enfrentamiento encarnizado entre los estuardistas escoceses y los hannoverianos ingleses. La Estricta Observancia nace, sin dudas, en el medio de un profundo quiebre.  

Robinson sostiene que la masonería escocesa del siglo XIV se forjó en la sangrienta insurrección comandada por William Wallace, a tal punto que su libro más famoso lleva por título Born in Blood. Con el correr del tiempo, en la medida en que fui abordando la historiografía reciente en torno a la masonería del siglo XVIII, llegué a la conclusión –al igual que muchos otros que el nacimiento de la masonería moderna fue tan sangriento como el medieval, del que habla Robinson. Y que, en efecto, las conspiraciones han marcado el destino de la masonería, tanto en aquellos tiempos de castillos y caballeros, como en estos otros que abordaremos en los próximos capítulos. De algún modo los masones han sido fieles a su vocación de construir más allá de la piedra.  

Hagamos un repaso del origen de esta tradición caballeresca en la masonería escocesa 

2. La Orden del Temple 

A diferencia de la francmasonería, la Orden del Temple tiene un origen cierto y una historia ampliamente documentada. Nació como consecuencia de la primera de las peregrinaciones armadas a Tierra Santa, que luego tomarían el nombre de “cruzadas”. Fue creada por un grupo de nueve caballeros provenientes en su mayoría de Champagna, liderados por Hugo de Payens, y su objetivo inicial era el de amparar y proteger a los peregrinos.  

En el año 1118 el rey Balduino II cedió parte del “Templum Salomonis” a la naciente orden militar cuyos caballeros fueron llamados, por ese motivo, con el nombre de Caballeros Templarios. Apenas pocos años después ya se contaban en número de 300 y gozaban de grandes privilegios concedidos por el monarca. Junto con los Caballeros Hospitalarios y los Caballeros Teutones conformaron el brazo armado de los reinos cristianos en el Levante. 

En un principio, su organización fue similar a la del clero regular. Observaban votos de pobreza, castidad y obediencia y se encontraban sometidos a la autoridad del Patriarca de Jerusalén. En 1128, con el apoyo de san Bernardo, el líder más carismático e influyente de toda la cristiandad, el Concilio de Troyes aprobó su regla y la orden quedó establecida en su doble condición de monástica y militar. Ya para ese entonces era uno de los ejércitos más poderosos de Tierra Santa.  

En los siguientes dos siglos la fama de sus guerreros, su capacidad de organización, su poderío económico y su particular petulancia la convirtieron en la más admirada y odiada milicia de toda la cristiandad. Poseían preceptorías y encomiendas en toda Europa y en Medio Oriente; participaban activamente en la reconquista de España y acumulaban tal riqueza que pronto les permitió crear un sistema de letras de cambio, precursor de la banca privada. Llegaron a tener una importante flota con asiento en el puerto de La Rochelle cuya súbita desaparición, en momentos previos a la captura del Temple de París, ha dado lugar a numerosas conjeturas.  

Con la caída de Jerusalén se replegaron a sus castillos sobre la costa del Mediterráneo Oriental. Luego debieron abandonar Tierra Santa y se constituyeron en la Isla de Chipre. Pero a principios del siglo XIV fueron acusados de herejía y prácticas infamantes. En Francia, sus jefes fueron encarcelados, torturados y quemados en la hoguera. El viernes 13 de octubre de 1307 todos los templarios de Francia fueron apresados y encarcelados. Siete años después, el 18 de marzo de 1314, su último Gran Maestre, Jacques de Molay, junto a Godofredo de Charney y otros caballeros, fueron quemados por herejes relapsos en la ribera del Sena.

Según la leyenda, en medio del martirio, Jacques de Molay lanzó una maldición contra el monarca y el papa conminándolos a comparecer ante el juicio de Dios antes de un año. Pocos meses después ambos estaban muertos.   

Desde hace siglos los masones se proclaman herederos del Temple, afirmación que puede encontrarse en diversos ritos. Durante mucho tiempo los historiadores restaron importancia a esta cuestión. Sin embargo la percepción de este vínculo cambió radicalmente en los últimos años. Citaremos brevemente a John Robinson “…la persistencia de la leyenda y las frecuentes referencias a la orden [templaria] en el ritual masónico me hicieron lanzarme a varios años de investigación... Aunque no soy masón quedé fascinado por lo que iba descubriendo en las raíces templarias del ritual masónico, especialmente en lo que hace a los símbolos y terminologías tan antiguos que sus orígenes y significados se han perdido para los propios masones”.  

¿Pudo acaso la orden templaria sobrevivir oculta en las logias masónicas? Como hemos dicho, la primera respuesta hay que buscarla en la propia francmasonería, especialmente en la masonería escocesa del siglo XVIII.  


3. Los Templarios en el ejército de Robert Bruce 

Según la tradición masónica escocesa, numerosos caballeros templarios que habían huido de Inglaterra luego de la abolición de su orden se habrían refugiado en Escocia en tiempos en que el futuro rey, Robert Bruce, intentaba liberar a su país de la dominación inglesa. La rebelión escocesa se había iniciado con William Wallace, pero fracasó por las disputas internas de la nobleza. Muerto Wallace, Robert Bruce asumió el liderazgo y enfrentó al ejército de Eduardo II en la batalla de Bannockburn, librada el 24 de Junio de 1314.  

¿Qué hay de cierto en esto? Evidentemente no existen documentos de la época que puedan considerarse como prueba de esta teoría. Pero hay varios puntos que deben ser tenidos en cuenta respecto de la posible supervivencia templaria en Escocia. El primero de ellos es que, a diferencia de lo que ocurrió en Francia, en donde los templarios fueron tomados por sorpresa y apresados en una  de las operaciones policiales más coordinadas y perfectas que recuerde la historia, la situación fue distinta en Inglaterra, Irlanda y la propia Escocia. 

Desde un principio, Eduardo II se oponía a arrestar a los templarios de Inglaterra a quienes respetaba y tenía en alta consideración. Para cuando la Inquisición lo obligó a cumplir con los arrestos, los templarios habían tenido el tiempo suficiente de escapar y buscar refugio. Los primeros encarcelamientos en Inglaterra ocurrieron en enero de 1308, es decir tres meses después de los ocurridos en Francia. En ese momento la situación con la insurrección escocesa ya se tornaba grave y las preocupaciones del rey Eduardo II estaban muy lejos de la cuestión templaria. Algo similar ocurrió en Irlanda, en donde los templarios poseían numerosas prefecturas y castillos. Algunos fueron apresados en el mes de febrero (apenas treinta de una guarnición calculada en 300 caballeros) y no se conoce que hayan sufrido el mismo martirio de sus hermanos franceses, ni mucho menos. Otro tanto sucedió en Escocia, de modo que es muy probable que las fuerzas combinadas de templarios ingleses, irlandeses y escoceses se hayan reunido el algún lugar en el norte del territorio controlado por los hombres de Bruce. Al fin y al cabo, la mayoría de ellos –guerreros de elite, hábiles políticos y con una vasta red de contactos y recursos habían tenido cuatro meses para planificar la huida y escapar de la cárcel segura, la tortura y la muerte.  

¿Pero dónde se reunirían? ¿Existen pruebas de que hayan combatido a las órdenes de Robert Bruce? Aquí el tema se torna más complejo, pero a la vez más interesante, porque si así fuera, explicaría por qué los escoceses estuardistas del siglo XVIII acorralados por el exilio, y decididos a recuperar la independencia de su país le daban tanta importancia a aquella fuerza militar templaria que había sido decisiva en la guerra librada por Bruce provocándole una dura derrota a los ejércitos de Eduardo II. También explicaría por qué flotaba en la atmósfera de la masonería escocesa este espíritu de cruzada. 

Según se sabe, los ingleses marcharon a la batalla convencidos de que los escoceses no contaban con una fuerza de caballería importante. No cualquier jefe militar podía darse el lujo de contar con caballeros bien pertrechados, y en el caso de Bruce se trataba de un ejército en el que los soldados profesionales eran escasos y había gran cantidad de gente de a pié que se le había unido durante la insurrección. Los ingleses conocían esa falencia en las tropas de Bruce y marcharon seguros y confiados, con un enorme ejército muñido de una importante cantidad de caballeros. 

Actualmente se considera que el equipamiento de un caballero medieval, con su corcel de batalla, más al menos dos caballos auxiliares, su armadura, sus pajes etc. equivalía al de un tanque de guerra moderno. En efecto, la caballería medieval tenía el mismo poder y rol de combate que la actual caballería blindada. Era impensable para los ingleses, que el rey Robert dispusiera de los medios para armar una escuadra de caballeros que hiciera frente a la suya. La irrupción de una carga de caballería en medio de la batalla habría descalabrado la estrategia de los jefes militares ingleses, inclinando la victoria del lado de los escoceses. Siguiendo la misma línea del relato, esa caballería que irrumpe por sorpresa, no era otra que la de los templarios escoceses, ingleses e irlandeses que habían puesto sus armas al servicio de Bruce.  

De acuerdo a las crónicas de la época y a los actuales estudios, el ejército ingles se presentó a la batalla con cerca de 2.000 caballeros y 15.000 infantes, de los cuales una gran cantidad eran arqueros. Por su parte, los escoceses contaban con un ejército de 6.500 hombres de a pié y 500 jinetes. 
  
Lo sorprendente es que los escoceses ganaron la batalla y masacraron al ejército del rey Eduardo II que debió huir, dejando en el campo miles de ingleses muertos y otros miles de prisioneros. La batalla de Bannockburn resulta todavía un desafío para los estudiosos de la guerra y es considerada una de las más importantes de la historia. Pero más allá de la leyenda -que señala que el jefe templario Pierre D’Aumont irrumpió en el campo comandando una gran cantidad de caballeros templarios y sembrando el pánico entre los ingleses- lo cierto es que no se explica esta derrota sin un factor que, al menos oficialmente, nunca fue reconocido.  

Esta teoría fue ampliamente difundida por los historiadores del siglo XIX. Recientemente, Michael Baigent y Richard Leigh han hecho un excelente trabajo de recolección de citas y fuentes entre las cuales hay algunas que vale la pena mencionar.

Charles G. Addison, en su obra The History of the Knights Templar, escrita en 1824, afirma que muchos templarios ingleses continuaron en libertad, habiendo conseguido huir de sus perseguidores eliminando por completo las marcas de su antigua profesión, y que algunos de ellos habían escapado disfrazados hacia las zonas montañosas y yermas de Gales, Escocia e Irlanda.  

Otros historiador inglés, Anthony Oneal Haye, escribió en 1865”…nos han dicho que habiendo desertado del Temple, se enrolaron bajo las banderas de Robert Bruce y lucharon a su lado en Bannockburn… La leyenda afirma que después de la decisiva batalla de Bannockburn Bruce, a cambio de eminentes servicios, formó con estos templarios un nuevo cuerpo”.  

En tanto que el ya citado Robert Aitken sugiere que “…los templarios encontraron refugio en las filas del pequeño ejército del excomulgado rey Robert, cuyo temor a ofender al rey de Francia habría sido sin dudas superado por su deseo de asegurar el concurso de unos cuantos hombres de armas capaces como guerreros”.  

Más recientemente Desmond Sewuard afirmaría que todos los templarios escoceses lograron escapar excepto dos, y que sería muy posible que encontrasen refugio con las guerrillas de Bruce, señalando que, de hecho, el rey Robert nunca ratificó de manera legal la disolución del Temple escocés. Podríamos seguir con una larga lista de historiadores que abonan esta hipótesis. 

La tradición masónica afirma que los templarios hicieron una alianza con Robert Bruce y constituyeron la caballería de su ejército, actuando como un factor sorpresa que no había sido previsto por los ingleses. Como hemos visto, esta teoría parece tener cierto sustento histórico. Sin embargo, nos interesa indagar hasta qué punto esta fuerza templaria, reunida bajo la órdenes de Bruce, se perpetuó en Escocia fusionándose con elementos masónicos o, simplemente, utilizando a la masonería como cobertura de su existencia.  

4. Von Hund y la Orden de la Estricta Observancia 

Es en este punto donde, para nuestro trabajo, cobra vital importancia la Orden de la Estricta Observancia Templaria, fundada en el siglo XVIII por el barón Carl-Gottelf von Hund, a instancias de los francmasones escoceses estuardistas exiliados en Francia. Podemos afirmar que la supervivencia de las tradiciones templarias en la francmasonería se deben, en gran parte, a la acción de von Hund, y que lejos de conformar una masonería “de salón” como muchas veces se nos han querido presentar a la masonería aristocrática de esa época, la masonería jugó un papel fundamental en los acontecimiento políticos que sacudieron a Europa 

Los masones de la Estricta Observancia no iban por la herencia “espiritual del Temple” sino por la restauración de sus dominios, sus tierras, sus castillos y su poder transnacional. Hay numerosas razones para sostener esta afirmación, comenzando por las Actas de los Conventos celebrados por la Orden. 

Al presentar una alianza entre una orden heredera del Temple y la masonería escocesa, se ponían en juego, simultáneamente, el complot para lograr la independencia de Escocia, la presión sobre Roma para lograr el reconocimiento y restauración de la antigua orden templaria y, como consecuencia, la consolidación de un nuevo factor de poder políticomilitar que estuviese por encima de los estados nacionales.  

Como vemos, aquí se plantean una serie de interrogantes que abordaremos en los próximos capítulos. El primero de ellos es determinar cómo se infiltraron estas corrientes templarias en la francmasonería especulativa que por entonces (primera mitad del siglo XVIII) se expandía en Europa, pero principalmente en Francia y en Alemania. ¿Cuál era el objetivo políticomilitar de los escoceses que alentaban esta tradición? 

El segundo es el conflicto que, casi de inmediato, se plantea con la masonería inglesa. La puja entre Inglaterra y los masones escoceses por el control de la orden va más allá de una cuestión institucional. Como hemos dicho, había un plan que no sólo abarcaba la cuestión de Escocia –siempre en el centro del complot sino también a la conformación de una estructura supranacional que reunificara a las distintas cristiandades europeas surgidas luego de la Reforma. ¿Cuánto tardaría en reaccionar la Iglesia frente al enemigo menos esperado? 

Resulta asombroso y a la vez desafiante pensar que toda esta restauración caballeresca ocurría en pleno Siglo de las Luces y que, mientras los escoceses inflamaban el espíritu medieval en los corazones de la aristocracia europea, hombres como d`Alembert, Rousseau, Diderot y Voltaire construían el movimiento cultural e intelectual de la Ilustración cuya finalidad era la de disipar las tinieblas de la humanidad mediante las luces de la razón. 

Autores como Peter Partner han expresado su asombro por el rescate del templarismo propiciado por la francmasonería. Le resulta sorprendente que en plena Ilustración, una asociación como la masonería, que se jactaba de venir a erradicar del mundo la superstición, resucitara una estructura obsoleta del catolicismo medieval para colocarla en el eje de su intelectualidad. Con cierto sarcasmo, no comprende por qué los masones pretenden transformar a los templarios “...de su ostensible estatus de monjes-soldados iletrados y fanáticos al de profetas caballerescos ilustrados y sabios, que habían utilizado su estancia en Tierra Santa para recuperar los secretos más profundos de Oriente y emanciparse de la credulidad católica medieval...

Partner, al igual que muchos masones contemporáneos, no calibra con precisión los alcances de este intento de restauración, tal vez cometiendo el error de creer que toda la francmasonería del siglo XVIII se sintiera representada por la Ilustración. Definitivamente no era así. 

 ¿Cómo no pensar en el choque inevitable que se produciría entre ambas tendencias? Aún más: mientras que la restauración caballeresca avanzaba de la mano de los francmasones escoceses y que,  por otra parte, los filósofos ya hablaban del librepensamiento, una tercera fuerza, de carácter extremista y violento –la Orden de los Illuminati de Weinshaup sólo pensaba en barrer de la faz de la tierra a la monarquía y el clero.  

Si pretendemos abordar la historia moderna de la francmasonería hay que buscar el origen de esta dicotomía entre la Tradición y la Revolución, la Monarquía y la República, la Fe y la Razón porque estas posiciones antagónicas continúan, en mayor o menor grado, presentes en las logias, tal como ocurría en el siglo XVIII. 


(La bibliografía y la versión completa de este ensayo pueden encontrarse en "Masones, Caballeros e Illuminati - El Gran Complot" Eduardo R. Callaey, Ediciones del Arte Real, España 2015). 


Nueva edición de "La Masonería y sus orígenes cristianos"

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