viernes, 6 de mayo de 2016

Thomas Edward Lawrence, el último templario

Aguafuerte sobre mis días en Jordania. Notas sobre el desierto de Wadi Rum y algo sobre la obra de Lawrence de Arabia.

Siendo aún muy joven –un hombre incompleto– llegó a mis manos un ejemplar de La Rebelión de los Arabes, de Thomas Edward Lawrence. Fue un obsequio de una compañera de clases de árabe, con la que compartíamos, allá por 1983, las clases de Irfam que nos daba el sheik Mahmud Husain en el Centro Islámico de la calle Rojas.

Era mi segundo intento con el idioma del Profeta, al cual había arremetido por primera vez a la edad temprana de diecisiete años, fascinado por la tierra en la que se conjugaban la sangre y la palabra como en ninguna otra. Pero como he dicho, cuando leí por primera vez a Lawrence, era todavía un muchacho pretencioso, más atento a mis hormonas que a mis neuronas.


Thomas Edward Lawrence

La obra era un resumen de las acciones militares llevadas a cabo en Medio Oriente durante la primera guerra mundial. Se centra en el nacimiento del movimiento nacionalista árabe en el que Faisal y otros jerifes, con la debida ayuda británica, había derrotado a los turcos que, durante siglos fueron los feroces tiranos y verdugos de aquella región del mundo.

Fue recién en 2012 que mi amigo Daniel Echeverría -autor de La masonería y el camino hacia el centro- me regaló la bella edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría, publicada por Libertarias y prologada por Jorge Arana –maestro del exordio, un arte a veces desvalorado, que merece leerse como si fuese una obra aparte .

Es decir que debo mis conocimientos de la obra de Lawrence a dos amigos en actos separados por treinta años, hecha la salvedad de que en ese largo interregno no pude abstraerme a su libro sobre la influencia de las Cruzadas en la arquitectura militar europea, obra que comentaremos otro día y que es ajena al motivo de este artículo.

A diferencia de La Rebelión de los ArabesLos Siete Pilares me encontraron sosegado y reflexivo en la plenitud de mi pasión por Medio Oriente, y sus páginas se revelaron como un sistema capaz de ordenar numerosos cabos sueltos que se habían acumulado en mi memoria con el correr de los años.

Pero como soy un hombre que cree que nada está librado al azar en este mundo, y que Dios prepara el camino para la felicidad y la desgracia, no pude menos que preguntarme entonces por qué mi amigo Daniel me hacía llegar ese libro el día de mi cumpleaños número 54.

Encontré la respuesta en la mañana del 22 de noviembre de 2014. Había llegado al desierto del Wadi Rum –como parte del contigente de la Fundación TESA– desde el norte, descendiendo de Amán hacia las aguas azules del Golfo de Aqaba, por los antiguos reinos bíblicos de Adom, Moab y Edom siguiendo la ruta de los nabateos que atraviesa Petra, la ciudad de los muertos. Todavía se sentía el frío cuando entramos en el parking del Centro de Visitas, enclavado en una planicie de arenisca y granito, conformado por un cuadrilongo de galerías con comercios que venden fruslerías y en donde hay instalaciones sanitarias para los turistas. 

Hacía cuatro días que vivíamos bajo el cielo increíblemente celeste de Jordania. Íbamos hacia el sur con el desierto infinito a la izquierda y las moles de basalto y granito que conforman la cadena montañosa que marca la frontera occidental del país de Abdulla a la derecha.

Al llegar a Wadi Rum, frente a nosotros, dominando el horizonte del centro de turismo, vi una brutal formación rocosa que se eleva sobre la arena roja a modo de inmensas columnas agrupadas en un macizo de belleza inigualable. El guía que nos acompañaba en ese tramo del viaje –un colombiano hijo de palestinos, si mal no recuerdo– se me acercó y susurró mirando a la montaña: Allí lo tienes; Los Siete Pilares de la Sabiduría.


Los Siete Pilares de la Sabiduría, en el desierto de Wadi Rum

Después supe que esa singular montaña había sido bautizada con el título del libro de Lawrence, en su honor, recién en 1980. Wadi Rum se encuentra en la ruta que siguió durante la rebelión de los árabes, que llevaría a Faisal y al propio Lawrence a liberar Damasco. Si hasta ese momento Jordania había provocado en mi espíritu una sensación inesperada, esa mañana mi cerebro se actualizó con infinidad de imágenes y metáforas del libro que me había regalado mi amigo Daniel y que ahora convertía a ese desierto en un lugar reverenciado. Lo que teníamos por delante era la ruta de Lawrence.

La corta experiencia en el desierto jordano me obligó a cambiar la perspectiva de muchas de mis más arraigadas convicciones. Siguiendo hacia el sur, más allá de Aqaba, atravesando el Hedjaz, se encuentra Medina, y un poco más al sur La Meca. Veníamos del norte, en donde habíamos visto ponerse el sol tras el Monte Nebo, en el lugar en donde descansan los restos de Moisés. Nos dirigíamos al sur para cruzar hacia el desierto del Neguev, y retomar el rumbo norte camino a Jerusalén.

El desierto había sido nuestra casa durante unos pocos días. Un desierto del que habían surgido las tres religiones que han moldeado la mitad del mundo. Desde el Caucaso hasta los Andes. 

Recordé muchas cosas que algún día escribiré, pero que esta mañana, calamo currente, me brotan del corazón. La primera de ellas tiene que ver con el propio Lawrence y su epopeya. Con Faisal, Abdulla, Alí y los jerifes de la revuelta de los árabes. Se trataba entonces de una guerra librada en nombre del nacionalismo árabe, del cual Abdelkader al-Husayni podría considerarse también un buen ejemplo.

¿Qué hubieran hecho estos hombres con los salafistas? ¿Qué lugar tenía la yihad en tiempos de Faisal? ¿Cómo hubiesen reaccionado los hijos del jerife de La Meca en tiempos de la rebelión árabe contra los turcos ante la sola mención de una guerra santa? Hubiese bastado una seña hecha por Faisal para que el sedicioso fuese fusilado sin más, y olvidado en las estribaciones del Hedjaz, o en la arena roja del Wadi Rum.

La lógica de los árabes, hartos de la opresión turca, era que si los cristianos podían matarse entre ellos, como lo hacían los británicos con los alemanes, bien podían los musulmanes matarse en aras de la libertad y librarse de la crueldad sofisticada de los otomanos. Dios nada tenía que ver con esta guerra. Algo sucedió luego en el corazón de los árabes; algo emponzoñó el alma de los beduinos que olvidaron el espíritu de Faisal y se abrazaron en el odio a todo lo que circunvala su desierto.

Recordé también a Huston Smith y su desesperación, que podía verse en cada programa de su ciclo en la televisión pública norteamericana cuando trataba de explicar que del otro lado de la vasta y dilatada frontera de occidente sólo había un vecino: los árabes. Y que nuestro desconocimiento de su cultura era un hecho exasperante. ¿Cómo íbamos a convivir con vecinos cuya cabeza era para nosotros un misterio profundo? Eso yo lo había comprendido de muy joven, pasando las tardes entre drusos que se acaloraban contando las hazañas de sus padres, que habían combatido en las filas del Beshe Latra contra la policía kurda de los turcos.

Recordé también a Panikkar. ¿Cómo no hacerlo? Vivió tratando de explicar que la dificultad que traza un abismo entre Occidente y el Islam no es otra cosa que la pretensión de universalidad que surca ambas mentalidades y las marca con un sesgo de exclusión indeleble. “Si soy monoteísta no tengo que ser necesariamente fanático; en efecto, en este caso no soy yo quien conoce todas las cosas, aunque crea que hay un Dios que las conoce…” Pero la aproximación cultural, puesta en la mesa de las discusiones es una actitud peligrosa y revolucionaria porque “… toca a lo más profundo que ha fundado toda una civilización…”

Todas estas reflexiones se amontonaban en mi cabeza mientras las camionetas 4 x 4 nos adentraban en las gargantas graníticas del Wadi Rum y su arena roja para llevarnos hasta los caravaneros. Parábamos en los campamentos beduinos en los que nos ofrecían te en medio de una soledad abrumadora. Nos contaban sus desgracias: Desde que el Estado Islámico se había enseñoreado de los desiertos de Siria ya casi no venían turistas y el comercio languidecía. El idioma hacía que me desenvolviera con mucha dificultad; pero recuerdo un pequeño diálogo en Petra con un comerciante de mirra que hablaba un inglés tan malo como el mío. Deprimido por la ausencia de extranjeros y por la guerra cercana me dijo. ¿Qué cree usted Señor que yo quiero? No lo sé, respondí. Me miró entonces con sus ojos amarillentos y me dijo que él sólo quería comerciar, alimentar a su familia, vivir en paz y que nadie con barba le llenara la cabeza a sus hijos. Así de simple. Esa noche en Petra entendí que no era tal el abismo que nos separaba de los árabes. 

No podía dejar de asociar al desierto que nos rodeaba con esa diferencia que señala Lawrence en algún lugar de su libro: "El cristiano busca a Dios en lo profundo de su corazón. El árabe se siente en el corazón de Dios". Tampoco pude evitar el recuerdo de otro libro que cambió el eje de mi  mirada sobre Medio Oriente. Se trata de un ensayo de Peter Brown, El Primer Milenio de la Cristiandad Occidental. Comienza su narración describiendo la vida de un monje cristiano sirio del siglo II. Un hombre que vivía en el mismo ombligo del mundo, a pocos kilómetros de Damasco, de La Meca, de Jerusalén. ¿No era acaso ese el centro y el punto de partida de nuestra cultura? ¿No deberíamos partir de allí para entender lo que nos une y lo que nos separa?

Estos y muchos otros pensamientos me acompañaron en esos días pasados en Jordania. Y volví con un profundo vació. ¿Qué había hecho yo, realmente, para comprender la raíz de esta guerra que nos engulle como un monstruo mitológico? ¿Qué había hecho más que advertir –como Huston Smith– una y otra vez que el fundamentalismo nos lleva al desastre? Y la eterna pregunta: ¿Qué quiere Dios de mi?

A mi regreso tomé la edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría y comencé a releer, lentamente, sus ochocientas páginas. Ahora podía entender a Thomas Edward Laurence. Y finalmente sabía por qué mi amigo Daniel me había regalado ese libro.

Dice Lawrence que …todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñadores diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible… Siempre me consideré entre los de esta última clase.

En su magnífica introducción, Jorge Arana describe a Lawrence como cristiano entre árabes; árabe entre cristianos. Y hace una asociación con los templarios. De hecho lo define como el último templario. Resulta curioso que en esos mismos desiertos en los que reina el corazón de Arabia, hayan quedado de pié las más grandes fortalezas del Temple. Kerak se yergue majestuoso a pocos kilómetros del Mar Muerto, en pleno desierto jordano. Al pie de sus murallas se libraron épicas batallas durante las cruzadas. En sus mazmorras los árabes sufrieron a sus carceleros turcos. En tiempos de Lawrence fue testigo del paso de las tropas de Faisal –un verdadero caballero árabe– en su avance hacia Damasco, en donde se convertiría en rey de Irak al finalizar el mandato británico en 1932. Años más tarde Abd Allah, ibn Huseyn, hijo de Hussein ibn Alí, jerife de La Meca, se convertiría en rey de Jordania.

Hoy Irak es un estiercolero en el que se asesinan chiitas persas, peshmergas del Kurdistan y salafistas alienados, todo ellos azuzados por las potencias de la región. Me rompería el corazón ver a Jordania siguiendo el calvario de sirios e iraquíes. Pero los jordanos son pragmáticos. Antes de que partieramos al desierto, en Amman, Faisal Al Rfouh, ex Ministro de Cultura y Profesor de la Universidad de Jordania había sido categórico respecto a la supervivencia del reino Hachemita: "Los israelies saben que sin Jordania tendrían a los tanques iraníes en su frontera. Y nosotros sabemos que sin Israel no tardaríamos en desaparecer..." Por un momento imaginé que en esa mesa, en el rectorado de la Universidad de Jordania, los hombres de Faisal discutían con Lawrence el apoyo británico a la rebelión, sabiendo que ambos se necesitaban en una simetría perfecta. 

La era del nacionalismo árabe agoniza, al igual que agoniza el mundo de Lawrence y el de los hombres que sueñan despiertos. Pero tal vez valga la pena una última carga de la caballería, para recordar al mundo que hubo otras guerras mejores, o si se quiere, más honrosas. 

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