jueves, 31 de marzo de 2011

La búsqueda de una identidad masónica

Ferdinand de Brunswick y Lunnebourg, Duque de Brunswick, primer Gran Maestro de la Orden Rectificada.

“...No te concedas descanso mientras no se haya reconstruido
en ti esta Ciudad Santa, tal como debería haber permanecido siempre
si el crimen no la hubiese derribado...”

Louis-Claude de Saint Martín
“El hombre Nuevo”


La larga herencia escocesa

En la búsqueda incesante en los pliegues siempre esquivos de nuestra historia masónica, la influencia escocesa, expresada en infinidad de grados y ritos, es un desafío apasionante. Es por ello que en este breve artículo propongo al lectos volver por un momento al siglo XVIII y analizar el origen de esta particular característica de nuestra Orden. En varios trabajos dedicados a la tradición iniciática en la francmasonería, he hecho referencia a la importante presencia de la tradición hebrea –especialmente la cábala- junto con las corrientes rosacruces y la filosofía hermética en el esoterismo masónico.

Estas escuelas se expandieron con fuerza en la segunda mitad del siglo XVIII, conformando una serie de ritos que alcanzaron un inusitado protagonismo en las logias continentales, no sólo en Francia sino también en el resto de Europa, desde Portugal hasta Rusia. Su influencia creció a ritmo vertiginoso hasta chocar contra las corrientes racionalistas de fines de siglo, cuya ideología se vería beneficiada por el avance de la Ilustración, el triunfo de la Revolución Francesa y el nacimiento de una nueva era, signada por la dictadura de la razón.

Mientras Europa se volvía enciclopedista e ilustrada, la francmasonería debatía acerca de su futuro y su rol en el mundo. En líneas generales, puede decirse que los masones de la segunda mitad del siglo XVIII estaban divididos en dos grandes corrientes.

La primera, que podríamos definir como el modelo inglés, surgido de la primera Gran Logia de Londres, se limitaba a perpetuar la tradición de los antiguos canteros y se organizó con la actual estructura de los tres grados tradicionales de la masonería simbólica: aprendiz y compañero en la primera etapa, a los que luego se sumó el de maestro. En principio sólo se denominaba maestro al que gobernaba la logia, hasta que luego fue asimilado como un nuevo grado con su propia simbología y liturgia.

La segunda corriente había desarrollado una tradición escocesa, marcadamente cristiana y diferenciada de la inglesa por la presencia de una impronta caballeresca vinculada el mito de la supervivencia de la Orden del Temple. Ambos conceptos no tardarían en colisionar en la medida que los maestros escoceses asumieron unilateralmente la misión de vigilar y mantener la pureza de su tradición en las logias simbólicas, en las que, generalmente, trabajaban ocultando su verdadera filiación escocesa y el conocimiento propio de sus capítulos.

Fue una época caracterizada por el permanente desplazamiento de masones, que viajaban de ciudad en ciudad buscando mecanismos y formas de asociación entre las diferentes logias que aparecían por todos lados. Se sucedían los conventos y asambleas en las que se discutía la autoridad y la organización de los distintos Ritos y grados. El principal objeto parece haberse centrado en la conformación de superestructuras que establecieran con claridad el rumbo y objetivo de la Orden.

En ese marco –en el que se dan cita, de manera simultanea, los místicos más notables de la historia moderna- proliferaban los distintos Ritos que introducían aspectos religiosos y esotéricos provenientes de la filosofía hermética, la cábala hebrea, la alquimia y toda ciencia oculta que intentase desentrañar los misterios de la naturaleza. Los magos de Oriente parecían haber regresado -dicho casi literalmente- puesto que muchos de estos personajes –como los famosos condes de Saint Germain y Cagliostro- reivindicaban una edad milenaria y la posesión de los secretos de la inmortalidad y la curación. Los masones habían reemplazado la piedra franca por la piedra filosofal.

Las corrientes esotéricas eran cada vez más fuertes en las logias de Francia, Alemania y el Imperio, mientras que la masonería templaria alcanzaba su apogeo, gracias al esfuerzo de los escoceses por introducir los Altos Grados. Pese a los desvelos de muchos masones honestos, no había podido evitarse la aparición de personajes perniciosos que –explotando la credulidad de otros tantos dispuestos a adherir a las teorías más inverosímiles- contribuyeron a crear un clima de desorden y confusión que afectaba el rumbo de la Orden.


De las tabernas a los templos

Nació así la necesidad, claramente percibida por un conjunto de grandes líderes franceses y alemanes, de aunar esfuerzos con el fin de encontrar un sentido definitivo a la francmasonería; un espíritu común que aglutinase a los sinceros masones, dotándolos de las herramientas que les permitiesen el desarrollo de una masonería espiritual que restaurara la condición trascendente del hombre.

Se pretendía consolidar la idea de una masonería superadora de la mera actividad social, filantrópica y epicúrea que afectaba a gran cantidad de logias. Pero no todos los masones consideraban adecuado este giro hacia posiciones esotéricas. En una reciente publicación, el Gran Oriente de Francia se refiere a aquella época en estos términos por demás elocuentes: “...A lo largo del siglo XVIII la francmasonería logra imponerse como un centro de unión y ‘un medio para consolidar una amistad sincera entre personas que de otra forma, jamás hubieran podido alcanzar fraternidad entre sí’ y, tal como lo dice la constitución de Anderson, sigue siendo un lugar de sociabilidad mundana y festiva...”

Es un hecho ampliamente conocido que numerosas logias masónicas se entregaban a festejos excesivos en las tabernas en las que se reunían y a las que algunos autores no dudan en calificar de burdeles. Acertadamente ha dicho Lucía Gálvez que su perfil estaba más cerca del de Falstaff que del de Sarastro.

Entre 1730 y 1750 se produjo una sucesión de escándalos que afectaron gravemente la reputación de los francmasones, exagerados en gran parte por la aparición de algunas obras que pretendían develar los verdaderos misterios de la hermandad. En 1723 apareció en Londres un panfleto titulado El gran misterio de los masones descubierto, documento precursor de una acusación que sería utilizada tanto por los enemigos de la Orden como por los masones antirreligiosos: “Que los dirigentes de las logias eran jesuitas disfrazados…” En 1730 apareció la obra de Samuel Pritchard, La masonería disecada, que dejaba a la fraternidad bastante mal parada y obligó al propio Desaguliers a responder ese mismo año con su famosa Defensa de la masonería.

Esto no impidió que hasta se publicara un libro sobre la ebriedad de los masones cuyo título lo dice todo: Ebrietatis encomium y que se cantaran en París y Londres famosas canciones referidas a este supuesto hábito de los hermanos. Más allá de la crítica insidiosa, las burlas públicas no hacían más que reflejar el relajamiento de las logias. El propio Horace Walpole, masón y primer ministro de Su Majestad británica decía con ironía hacia 1743: “... “La reputación de los francmasones está en su momento más bajo en Inglaterra. No veo otra cosa que una persecución para ponerlos en boga”.

La situación no era diferente en Francia ni en Alemania. Hemos visto en El otro Imperio Cristiano de qué manera el exceso en la incorporación de gente proveniente de la burguesía había llevado a las logias por el camino de la vulgaridad y la grosería, situación que impulsó a los escoceses a crear instancias superiores que controlasen la situación.

Como bien señala Jean-Francois Var “...Los desórdenes en las logias, son en esa época, unánimemente denunciados. De ahí que se produjeran diversas tentativas por parte de los Altos Grados de controlar la situación: Según los Estatutos dictados por la Gran Logia en 1755, los maestros escoceses tenían explícitamente por misión vigilar las logias.”

En su extraordinaria biografía de Jean-Baptiste Willermoz, Var transcribe una carta de aquél, dirigida al barón Carl-Gotthelf von Hund, fechada en diciembre de 1772, en la que -rememorando su ingreso a la Orden, ocurrido veinte años atrás- describe el particular estado en el que se encontraban las logias francesas: “Admitido bastante joven en nuestra Orden, los jefes de la logia que me habían recibido, quisieron recompensar mi celo con un avance rápido en sus misterios. En 1752 fui elegido venerable. El relajamiento bastante común en las logias de Francia se deslizó también en ésta; mi rigidez desplazó a varios, lo que me hizo tomar partido con un pequeño número de amantes de nuestras leyes, y formar otra logia bajo el título de la Perfecta Amistad”.

Los capítulos de maestros elegidos establecidos por los escoceses en la primera mitad del siglo iban justamente en ese sentido, e intentaban dotar al sistema de grados con un contenido que trascendiese esa sociabilidad festiva y mundana a la que se refiere el documento del Gran Oriente.

El propio von Hund hace mención a los esfuerzos de la Estricta Observancia al comparar las logias de su jurisdicción con el resto:

“Estas logias atraen gentes de espíritu, porque éstos no caerán en las mismas extravagancias y en los mismos placeres ruidosos que estuvieron de moda en las logias de Alemania en ese tiempo. La misma logia de Altenburg, que no tiene más que tres grados trabaja con orden y decencia; las otras logias de Alemania son como templos del dios Baco; y si en una u otra se hallan hombres de mérito, se avergonzarán de comparecer en esas asambleas, lo que naturalmente deberá acarrear la decadencia de la Orden”.

Se puede afirmar que todas las corrientes masónicas tradicionales de la época coincidían en la gravedad de esta situación, y la denunciaban.

Pese a la atomización en la que estaban inmersas las corrientes esotéricas y espiritualistas de la francmasonería, la hora hacía necesaria una nueva alianza que asegurase una masonería espiritual capaz de conjurar la decadencia de aquella otra masonería burguesa, cada vez más ajena a las cuestiones inherentes al origen, sentido y destino del alma humana. Pues, después de todo, las corrientes herméticas, rosacruces y neotemplarias compartían una visión escatológica en la que la francmasonería constituía –merced al proceso iniciático- la vía de acceso a una conciencia superior, a la construcción del Templo Interior adecuado a un nuevo espíritu y, en última instancia, a la Salvación.

Nos encontramos todavía en una etapa anterior a la de la masonería de neto corte burgués que encontrará su espacio en los años anteriores a la revolución de 1789. La francmasonería cuya historia intentaremos abordar no está liderada por aquella burguesía de fines de siglo sino por la elite aristocrática del Antiguo Régimen. Sus capítulos y Conventos se reúnen en la intimidad de las abadías, los palacios y las cortes reales; los nobles abrazan con pasión una búsqueda interminable de misterios y milagros; acogen a los más curiosos personajes vinculados a las denominadas ciencias ocultas.

No admiten la alteración del orden social, pero son capaces de actos conmovedores que hablan de un cristianismo militante que entiende del sentido profundo de la caridad y la misericordia. Son hijos del despotismo ilustrado, pero comienzan a comprender la responsabilidad que les cabe en la construcción de un mundo más justo. El duque Ferdinand de Brunswick, jefe de los ejércitos aliados en la Guerra de los Siete Años y Gran Maestre de las Logias Alemanas Unidas reparte dinero a manos llenas. Es tan capaz de prodigar fortunas para obras de caridad como para pagar la comunicación de pretendidos secretos.

Financia interminables expediciones y viajes de interés para la Orden. Erige en Brunswick una escuela gratuita en donde los jóvenes aprenden dibujo, francés y matemáticas. Funda en Praga un asilo para huérfanos y socorre a los montañeses de Sajonia en la terrible hambruna de 1771.

El landgrave de Hesse-Cassel, al igual que Federico el Grande, acoge en su corte a sabios y alquimistas, peregrinos y filibusteros. Allí pasa sus últimos años el legendario Saint Germain, fabricando fluidos mágicos e ilusiones varias. Carl von Hesse-Cassel es un hombre refinado, un caballero capaz de las acciones más nobles sin que por ello deje de ser uno de los mayores proveedores de tropas mercenarias de Alemania.

Paradójicamente, mientras las corrientes místicas alineaban sus fuerzas con miras a una resolución definitiva de las diferencias y controversias que afectaban a los distintos Ritos –una situación que debilitaba al conjunto- crecía en las sombras el veneno de una masonería sin Dios ni espíritu, cuyo fin no era otro que la destrucción de la religión y del régimen monárquico

El choque final de estas fuerzas en pugna tuvo lugar en la ciudad de Wilhemsbad en 1782. Las circunstancias que rodearon aquel acontecimiento, así como los largos años anteriores en los que se desarrolló el proceso previo, conforman una trama de intriga y misterio que supera cualquier novela de ficción. La dimensión de sus protagonistas, sus implicancias políticas y la irrupción de dos visiones opuestas de la masonería, convierten a Wilhemsbad en un campo de confrontación, un momento crucial en la historia de la Orden. Marca el primer acontecimiento de alcance continental que polarizaría en el futuro al campo masónico. Explica, finalmente, el origen de muchos de los acontecimientos que sacudieron a Europa y preanuncia los días trágicos de la Gran Revolución.

Wilhemsbad debería recordarse como el primer Convento masónico en el cual dos concepciones opuestas de la francmasonería expusieron su visión de la Orden y su interpretación de su origen y destino. Fue el preludio del futuro conflicto entre racionalistas y espiritualistas, en un marco que no podría haber sido más simbólico y significativo, porque en Wilhemsbad se enfrentaron, por primera vez los Iluminados de Baviera con los martinezistas. Los primeros propugnaban abiertamente la destrucción del trono y el altar, mientras que los segundos buscaban un nuevo espíritu para la Tradición Occidental.

Fue en Wilhemsbad que se escucharon con fuerza y desparpajo, las acusaciones de los iluminados contra la funesta influencia jesuita en la francmasonería. Y aunque sufrieron una derrota lapidaria, lograron abrir dos frentes que no dejaron de crecer desde entonces: La formación de una masonería anticlerical y antirreligiosa que encontraría su rumbo a partir de la Revolución Francesa y el nacimiento de una masonería concebida como un instrumento político de la nueva religión de la razón.

La masonería antimonárquica y anticatólica derrotada en el Convento de Wilhemsbad emergería victoriosa después de la Revolución Francesa. Mientras que la masonería mística y cristiana, que había derrotado a los ateos en el campo masónico, sería su víctima en los luctuosos años del Terror. El nacimiento de una masonería revolucionaria, sin más dios que la razón, eclipsó a la masonería de los Grandes Misterios.

Desde entonces, ambas corrientes conforman el marco en el cual la francmasonería dirime su gran contradicción: Razón o Tradición. Los ecos de Wilhelmsbad, sus luces y sus sombras aun sobrevuelan las logias masónicas.

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